(06 DE OCTUBRE, 2021) Por Violeta Vázquez Rojas.
Hay cosas que no necesitan defenderse, porque nadie está contra ellas. Por eso, cuando surgen grupos que las enarbolan como causas, vale la pena preguntarse si detrás de la perogrullada no estarán defendiendo algo más. Una de estas causas es la defensa del español en manos de ciertos políticos e intelectuales conservadores.
El español es lengua nativa de casi 600 millones de personas en el mundo, tiene a su disposición un entramado portentoso de medios de comunicación y editoriales y es el vehículo de la educación formal y la comunicación oficial en más de 21 países. Está entre las diez lenguas que tienen la existencia asegurada por el tiempo que le reste a la humanidad. Aun así, hay quienes consideran que está bajo asedio y claman la necesidad de protegerlo al tiempo que defienden supuestas hazañas españolas como la evangelización y la conquista de América.
Hace unos días, la presidenta de la comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, criticó el que el Papa Francisco haya dirigido una carta en la que reconoce ante el pueblo mexicano “los pecados personales y sociales y todas las acciones que no contribuyeron a la evangelización”. Se entiende que esta carta es la respuesta a aquella petición que, en 2019, el presidente Andrés Manuel López Obrador dirigió tanto al Vaticano como al rey de España, en donde solicitaba al Estado español y la Iglesia católica que hicieran un recuento de agravios y pidieran disculpas por los excesos y abusos cometidos durante la conquista. La carta del Papa Francisco, aunque moderada en el tono, despertó la indignación de los cuadros conservadores, como Díaz Ayuso, quien declaró, entre otras cosas: “A mí me sorprende que un católico que habla español hable así a su vez de un legado como el nuestro que fue precisamente llevar el español y a través de las misiones, el catolicismo, y por tanto la civilización, y la libertad, al continente americano. Es sorprendente sin más.”
En una entrevista con Carlos Loret de Mola, Mario Vargas Llosa declaró respecto al mismo tema: “España, de alguna manera, afectó tremendamente a las culturas que existían en América Latina. (…) Bueno, pero nos trajo cosas que son muy importantes, nos trajo un idioma. Unificó, gracias al español, países donde se hablaban por lo menos 1500 lenguas. Imagínese lo que hubiera significado para América Latina seguir hablando mil quinientas lenguas”. Más adelante hace escarnio de la petición de López Obrador: “Además el señor se llama López Obrador, yo me llamo Vargas Llosa, somos todos descendientes de españoles, entonces, pues no conviene escupir sobre los antepasados de uno mismo”.
La misma línea de apelación al nombre se aprecia en la mofa que hizo José María Aznar en la convención nacional del Partido Popular -a la que, por cierto, también asistió Felipe Calderón-: “Doscientos años del aniversario de la Independencia de México, enhorabuena. Y ahora me cambia usted todas las cosas y dice que España tiene que pedir perdón: ‘¿Y usted cómo se llama? Yo me llamo Andrés Manuel López Obrador. Andrés por los aztecas; Manuel por parte de los mayas; López es una mezcla”.
La apología de la conquista como proeza civilizatoria está, pues, siempre acompañada de una arenga sobre el idioma, que consiste en la afirmación tácita o explícita de que la introducción del español en el continente americano es un favor que nos hizo España y, por lo tanto, es suficiente para exculpar los excesos que acompañaron su llegada. Según este razonamiento, al español le debemos la civilización, la forma actual de nuestra cultura y hasta el nombre propio que llevamos y, por lo tanto, nuestro origen y destino.
En la victimización característica de las derechas, el discurso de la defensa del hispanismo se basa en un conflicto que no existe: un supuesto asedio por parte de un enemigo al que llaman “indigenismo” y al que Aznar y Díaz Ayuso califican como “el nuevo comunismo”. En la comunidad de Madrid, Díaz Ayuso recientemente creó la Oficina del Español, una dependencia gubernamental que, a decir de su titular, estará encargada de “aprovechar las oportunidades de riqueza y empleo que genera el español”, y que “la izquierda y el nacionalismo han arrinconado”.
La verdad es que, fuera de las fantasías de estos conservadores, el español es un gigante imperturbado y, si bien podemos tenerle lealtad y cariño como la lengua materna de muchos de nosotros, eso no la convierte ni en un idioma superior ni en un tesoro que tiene que ser resguardado con políticas agresivas. Antes al contrario, el español se impuso en América a costa de las lenguas de otros pueblos y eso quiere decir: a costa del derecho de las personas de hablar y transmitir su lengua materna.
Para Vargas Llosa la coexistencia de varias lenguas en una región es algo indeseable, un factor de desunión. Sin embargo, esto nunca se ha dicho de Europa, que pudo conformar una unidad económica y política con más de dos centenares de lenguas en un territorio que es apenas una fracción del de América Latina. Para consolidar la Unión Europea no se proclamó la necesidad de erradicar el polaco, el búlgaro o el danés. Pero Vargas Llosa considera la diversidad lingüística de América como algo lamentable y erradicable. Ignora que lo normal es que en un territorio coexistan diferentes lenguas. La “unificación” lingüística no sucede sin políticas específicamente destinadas a ello, generalmente implementadas a fuerza de violencia y humillación y en una relación de dominación de una cultura sobre otra. El escritor glorifica, en nombre de una supuesta unidad cultural, el desplazamiento de las lenguas originarias del continente y, con ello, los abusos cometidos contra sus hablantes.
Las afirmaciones de estos tres emblemáticos hispanistas muestran que el pensamiento conservador respecto de la llegada de los españoles a América es profundamente antiintelectual, anticientífico y preteórico. Son una evidencia de lo que algunos antropólogos como Lins Ribeiro y Escobar (2009)* llaman “provincianismo metropolitano”, es decir: “la ignorancia de los centros hegemónicos sobre el conocimiento producido por los no hegemónicos”. Se trata, pues, de un tipo de ignorancia ilustrada, prestigiosa en algunos círculos y galardonada por ciertas instituciones, pero al fin y al cabo, ignorancia. Y sobre la ignorancia, como sabemos, no se construyen ni el conocimiento ni la paz.
* Gustavo Lins Ribeiro y Arturo Escobar (eds.), Antropologías del mundo. Transformaciones disciplinarias dentro de sistemas de poder. México: UAM/CIESAS 2009.
Violeta Vázquez Rojas Maldonado es Doctora en lingüística por la Universidad de Nueva York. Profesora-investigadora en El Colegio de México. Se dedica al estudio del significado. Ha publicado investigaciones sobre la semántica del purépecha y del español y textos de divulgación y de opinión sobre lenguaje y política.